viernes, 3 de abril de 2015

No Apto Para Todo Público - Capítulo1: Poniendo el pecho a las balas



El sonido estridente del despertador me levantó como todas las mañanas para ir a trabajar. Como es de costumbre en esta estación me recibe un agradable  frío otoñal que se siente cómodo en mi habitación de casa vieja, techo alto y piso de madera.

Me levanté como siempre, me tomó poco menos de un minuto hacer fuerza y mantener los ojos medio abiertos. Forzado entre el deseo de quedarme durmiendo y la responsabilidad de asistir a mi trabajo, con la idea contundente de que si no trabajo no hay cómo seguir, tomé coraje, mastiqué resignación y salí. Mis primeros actos se resuelven casi automáticamente y sin ningún pensamiento alguno le hice caso a mis primeros impulsos de vida matutinos. Fui al baño, me lavé las manos y la cara, me miré al espejo como para terminar de entender que realmente estaba vivo y que era yo. Y como todas las mañanas voy a la cocina, pongo la pava, me rasco la nuca y respiro profundo como si esa inhalación de oxígeno lograra darle un poco más de vida y conciencia a la mañana. Mientras dejo que el fuego haga su trabajo en la pava voy a la habitación a buscar ropa, me asomo por la ventana y veo que el cielo está negro y estrellado. Tomé mi celular, que evidencia que ya son las 5:45 am y que todo lo relatado fueron quince minutos de los primeros instantes de un día y que a mí ya me pareció algo así como una hora. Vuelvo a mirar al cielo y pienso que para mi desgracia todavía es de noche y hace frío. ¡Qué tremenda injusticia universal tener que salir a trabajar a esta hora, con este frío, por esa plata! Y antes de que pueda seguir desarrollando mi catarsis mañanera, el ruido de la pava que está que vuela logra que me cambie más rápido de lo que realmente mi sinapsis reacciona, ergo rara vez mis medias son del mismo par. Tomo mi café más por necesidad que por gusto mientras me atoro con un alfajor blanco, que con cada bocado me da la primera y pequeña alegría de mi mañana. Ese sabor dulce entre sorbos de café logra una humilde satisfacción; mientras tanto voy agarrando las cosas necesarias para ir a trabajar: las llaves, el celular, el bolso con el uniforme, la sub… la sube? ¡La puta madre dónde dejé la sube! ¡Siempre lo mismo! A cinco minutos de salir tarde recuerdo que nunca recuerdo dejar la sube en el mismo lugar y nuevamente como todo mi ritual mañanero una vez más no sé dónde dejé la sube. Casi de milagro y de pura y mera coincidencia la encuentro, cuando ya la desesperación había logrado que la busque en lugares inverosímiles como la heladera, el bajo mesada o entre las ollas limpias.

Ya casi sin remedio y con las estrellas dándome el buen día, o tal vez no tan bueno, salgo a paso más que apurado hacia la parada, obligado ahora sí a no estar somnoliento ni cansado, esperando que el colectivo pase a horario y no adelantado. Con no sufrir verlo pasar a una cuadra de la parada me basta. Llego a la parada y casi instintivamente miro la hora del celular, acción que repito unas seis o siete veces por minuto, como si el ver la misma hora me garantizara que el tiempo no pasa, que todo va lento y las cosas me pueden salir bien. Y luego de 20 minutos de espera y con la angustia y casi la certeza de que voy a llegar tarde, empiezo a invertir polaridades. Ya no quiero ni mirar el reloj, arrancan mis elucubraciones de accidentes, muertes y enfermedades familiares, y entre todo eso comienzo a sospechar que es peor la llegada tarde con sabor a excusa barata que pegar el faltazo. Cuando creo tener la decisión tomada, junto con ella se van las presiones y entro en la filosofía de todo me chupa un huevo, pensando con seguridad un ¡ya fue! En ese momento veo en el horizonte llegar el colectivo, ¡Listo! Le pongo el pecho a las balas.

Frena el colectivo, me subo y busco ser amable con un ser que a nadie le importa y que las únicas palabras que recibe durante casi todo su día es  “tres cincuenta”. Así, seco, como si fuese una máquina que responde a una orden al mejor estilo Google Now. Parada tras parada se suba una o diez personas, repetidas veces solemos escuchar “tres cincuenta, “tres cincuenta”. Y como única respuesta a tal gesto de frialdad e indiferencia hacia ese ser que conduce, el mismo no deja siquiera de mirar hacia adelante como si los que suben fuesen fantasmas. Selecciona la opción y ¡pip!, nada, ni un “ok” ni nada, ¡pip!  Y ese es el diálogo que todas las mañanas escucho y es el motor de mi forma particular de sacar boleto para humanizar esa máquina humana.

- ¡Hola! Buenos días.
(Mirada de reojo con gesto de “me hablaste”).
Y para empeorar esa extraña situación para él, respetando los carteles y disposiciones de la empresa que dicen “Por favor decirle al chofer a dónde se dirige” enuncio:
- Sí, por favor, un boleto hasta la estación Belgrano C.
- Sí, como no.

¡Una vez más lo conseguí! ¡Hubo trato! Feliz de mi logro apoyo mi sube y leo un “Sin saldo”. No es que olvidara cargar la sube; estamos a fin de mes y tampoco tengo plata para hacerlo, pero creí que al menos tenía para mi último viaje antes de cobrar y volver a cargarla. Ya sin problemas y sin esbozar gesto, comento: - Perdón, me bajo acá -. El chofer por alguna razón se apiada y me repite una palabra que es para mí algo más bello que  el mismo cantar de un ave en la mañana. - ¡Pasá, pasá! - No sé si tuvo algo que ver mi trato diferencial, a mí me gusta pensar que sí.

Bajo en la estación, voy por el lado que me garantiza que no hay guardas y para mi tristeza esta vez sí hay. Y como una vaca en el brete no puedo dar la vuelta. Ya me miró a los ojos, darme la vuelta sería gritar a los cuatro vientos mi vergüenza de tenerme que colar. Avanzo como si nada me importara, apoyo la tarjeta en el molinete y, como por arte de magia, me da la bienvenida el frío aparato (que esta vez no es un chofer) y me dedica un “Bienvenido, buen viaje”. Entiendo entonces que mi sube no alcanzaba para un viaje de $3,50 pero sí para uno de 2 pesos y es de repente un golpe de suerte en la mañana; eso y ver el tren llegando al andén casi en simultáneo conmigo. Subo entre los ruidos de algunos paraguayos que se dirigen a la construcción hablando en guaraní, tomando mate y riendo; el tren y sus motores; algún auricular fuerte y la mirada perdida de casi todos los pasajeros apuntada hacia su celular. Noto que todo ese ajetreo, nervios, ansias, idas y venidas, no fueron más que amarguras innecesarias porque a pesar de todos los males no sólo no estoy llegando tarde, sino que estoy llegando adelantado.

Bajo en mi estación, paso por el molinete para esta vez sí desde temprano hacerme a la idea de que a casa hoy vuelvo caminando. Mientras desciendo de la estación Rivadavia, miro con algo de envidia a aquellos que pueden comprarse una de esas tortillas que se hacen a la parrilla en la calle y una vasito de café. ¡Qué ganas de desayunar una de esas! El sólo aroma me hace agua la boca y casi que puedo saborearlas. Comienzo a caminar a las oficinas donde trabajo de seguridad, oficinas que quedan costeando el Río de la Plata. Al llegar a éste, un cielo rojo anaranjado prendido fuego me recibe, y casi que el sólo hecho de mirar esa imagen me cambia, me muta; respiro profundo como si el sol, el río, el viento, todo pudiese entrar en mi cuerpo, llevarse ese cúmulo de stress y dejarme renovado. Seguramente que así no sucede, pero de igual manera me recarga. Mientras miro detenidamente esa imagen decreto para mí en voz alta: Hoy a pesar de todo, voy a seguir intentando tener un buen día, hoy y para siempre. 


Sigo caminando, llego a mi trabajo me cambio y ficho ¡Bienvenido lunes de fin de mes! Arranqué perdiendo pero sin embargo me siento ganador.C 

1 comentario:

  1. Recompensa por la educacion y lucha por la supervivencia del trato humano en una urbe que tiende a enfriarse roboticamente... love it!

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