viernes, 1 de mayo de 2015

No apto para todo publico - Capítulo2: El Yugo

Camino ya lentamente y sin apuros a mi puesto de trabajo. No es el lugar que soñé en mi niñez cuando dije de grande quiero ser astronauta; no es siquiera el lugar con el que alguien sueña de niño. La verdad es que no es un lugar con el que alguien en ningún momento de su vida pueda soñar, y es que si en algún momento sus hijos les llegaran a decir, “Yo quiero ser seguridad y trabajar en el hall de recepción de una oficinas en Vicente López”, háganse el favor de llevar a ese chico al psicólogo, me lo van a agradecer. Como todo trabajo tiene sus pro y sus contras, puertas amplias con cristales enormes que me dejan chusmear a mansalva todo lo que sucede en las afueras. Desde accidentes de tráfico a la señora que religiosamente pasa a la misma hora en la misma dirección, vaya a saber uno con qué fin. Es ese uno de mis juegos durante mi día: inventarle historias a aquellos transeúntes que pasan inadvertidos frente a mi vista.

El hall es grande y amplio; tengo mi escritorio color madera, mi cuaderno de Novedades, mi lapicera y nada más. Así es, no hay sillas porque debo estar parado para hacer presencia. Los oficinistas deben saber que ante cualquier urgencia estoy ahí firme y dispuesto a  tomar mi cuaderno y mi lapicera, y labrar un informe en el libro de novedades; novedades que nunca llegan, pero ahí estoy yo esperándolas impecable como se me exige: camisa blanca, pantalón de vestir y zapatos. Todo debe estar inmaculado y en su lugar.

Y como en la parada pero ahora con otra finalidad lo primero que hago al llegar a mi sector es mirar el reloj. Siete en punto, y lo vuelvo a mirar: siete y un minuto, y lo vuelvo a mirar: siete y un minuto, y empiezo a buscar excusas para no mirarlo. Algo casi imposible porque conforme ese reloj gire, más cerca estoy de salir de ahí y más cerca estoy de que me depositen mi sueldo.  Camino de una punta a la otra del hall y veo entrar a cincuentones charlando cordialmente.

- Me enteré que compraste petróleo.
- Sí, noté que en Rusia estaba barato y me arriesgué.
- ¿Pero realmente te parece que esos commodities son rentables?
 - Y la verdad no sé.  Era una oportunidad y bueno, hay que arriesgarse. Aunque no siempre se gane hay que arriesgarse.
- Sí, sin duda, igual te recomiendo veas como opción Petrobras.
- ¡No, no! Petrobras ya tengo, pero la verdad es que vi una posibilidad y me jugué.

Subieron al ascensor y perdí la charla; es que acá me es inevitable escuchar. Escucho un sinfín de historias de un mundo tan lejano e inalcanzable para mí como ser astronauta cuando era chico; con la diferencia de que de chico creí que si sacaba todo 10 iba a llegar. Ahora no me caben dudas de que no. Es que hay un mundo de distancia entre ellos y yo.  Un mundo tan grande que cuando ellos hablan de opciones económicas y commodities, yo deslizo mi mano hacia mi bolsillo para acariciar suavemente mi llavero de descuentos del supermercado Día mientras pienso: ya cobro, mañana es martes de descuentos, ¡qué alegría!

Pasaron ya un par de horas desde mi ingreso al sector; el reloj gloriosamente marca las 9:30. Entre todos los buenos días que doy de manera mecánica y sistematizada, el ingreso de los distintos oficinistas y las historias de los transeúntes, logré apartar la mirada del maldito reloj y, para mi fortuna, casi por arte de magia, me quedan cinco horas y media de trabajo. El reloj no sólo me indica la hora, sino también en muchos casos la llegada de distintos personajes que mi vida laboral tiene. Es una relación recíproca, porque en el caso de no estar mirando ese verdugo con agujas, la simple llegada de ellos al edificio me da una idea casi exacta de qué hora es. Las 9:30 anuncian la llegada indefectible de Adriana, una mujer rubia de pelo corto, tez magistralmente blanca, labios rojos, un tono pausado al hablar, una inteligencia y frivolidad que hipnotizan. Todo en un vestido negro; y tiene un detalle único, y cuando hablo de único me refiero a que, de todas las mujeres que entran por esa puerta o al menos todas las que veo pasar, ella es la única que lleva un sombrero. Tiene la clase de Francia y la frialdad de un asesino a sueldo y dictamina sin miedo alguno todo lo que sucede a su alrededor. 55 años mejor que puestos, viuda y sin hijos; siempre tiene una anécdota sobre Europa que contar, sobre la Europa que tanto ama, más que a la propia Argentina.  Así y todo es una grata compañía que le roba tiempo al reloj; siempre es lindo escucharla aunque tiene sus formas.

- ¡Buenos días, Adriana!
- ¡Buenos días! ¿Cómo te trató el fin de semana? – interrogó.
- Bien, ordenando mi casa, mi vida, mi cosas en general. ¿Usted?
- Yo estuve en casa de una amiga que llegó hace poco de Europa, de Helsinki, Dinamarca. Hace unos meses que no la veo, desde cuando fui de vacaciones a visitarla.
- ¡Ah, mire qué bien! Siempre que puedo en mis vacaciones trato de visitar amigos también, uno tiene más tiempo.
- ¡Claro, por supuesto! Ella ahora se tomó unos días, y bueno, se vino a visitarme. Así que aproveché y nos fuimos a mi casa de campo para ponernos al día.
- ¡Qué bueno! Nada más lindo que el campo. Cuando me tome vacaciones iré a visitar a unos amigos de Areco.
- Areco, qué lindo y pintoresco – y añadió – Pero cómo ¿no te fuiste de vacaciones este año?
- Ehmmm , no no, este año todavía no pude.
- Pero qué … ¿vos sos pobre? – dijo con una mirada extrañada.
- Estoy esperando el invierno, no me agrada el verano. - Mientras en mi cabeza resonaba la frase “sos pobre”.
- ¡Ah sí, yo también! Por eso cuando llega el verano a esta zona busco algún lugar de Europa donde haga frío. ¡Detesto el calor! Bueno, querido, te dejo que tengo que revisar algunas cosas de trabajo. Nos vemos – y se alejó displicente.
- ¡Chau, Adriana!

Siguieron transcurriendo las horas y lentamente el ajetreo mañanero entró en la calma. Mirando a través de los vidrios podía ver cómo el sol que me dio los buenos días ya se acercaba al zenit y  no podía parar de desear salir y sentirlo sobre mí. Sentir ese suave calor sobre mi rostro, algo que el aire acondicionado y la disposición de las sombras de los árboles no me permitían. Una vez más me sentí como un animal encerrado, encerrado en un trabajo que jamás busqué, con un uniforme que a mí no me representa nada, en un edificio que de por sí es frío y al que le agregan un split para que ni el sol le quite esa particularidad. Encerrado, atado a mis propias necesidades, cautivo por mi economía y mi responsabilidad me encuentro en esta celda, y mi necesidad de sentir seguridad me mantiene en este yugo. Ocho horas al día formo parte de un mundo que no es el mío, a fuerza de pagar mis gustos.

A todo esto, entre divagues y pensamientos, idas y venidas en el hall, ya son las 12:45. En algo más de dos horas estaré camino a casa, seré libre. Y la sencilla noción de que llegaré a mi hogar cerca de las cuatro de la tarde, que podré agarrar mi equipo de mate e irme a la plaza, que sentiré el sol y veré a los viejos jugar a las bochas y discutiré sobre el gobierno, que observaré a los nenes pelearse por quién hizo trampa en el pan y queso, me reconforta.  Y una vez más a pesar de todo y por sobre todo sigo vivo encontrando que en mis minuciosidades soy feliz.  


Estoy encerrado y atado, pero tan libre. 

1 comentario:

  1. La señora Adriana es un pilar representativo de lo inbancable, lo detestable y los impulsos reprimidos de mandarla a cagar, en mi humilde opinion. Me encanta la naturaleza por la que te moves de un plano a otro, espero el proximo ;)

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