sábado, 31 de agosto de 2024

Entre pesadillas y contrastes

Estoy en casa solo, ya es tarde y me encuentro cansado por una jornada laboral de 14 horas. Hace un momento terminé mi cena, unos mates amargos con un sándwich de mortadela y queso. Ya casi termino mi cigarro y voy al baño, me lavo los dientes, me seco el rostro con una toalla con un profundo olor a humedad y emprendo el corto camino hacia mi cuarto, que me espera. Es un cuarto chico y tan húmedo como la toalla con la que sequé mi rostro. Aunque frío, la cama, cálida, con los brazos abiertos, siempre lista para darle cobijo a mis tormentos. Respiro profundo mientras me recuesto, sé a la perfección la madrugada que me espera. El peso de la noche se cierne sobre mí y, sin poder evitarlo, rezo, rezo una vez más con la desesperación de quien ha perdido toda esperanza, en busca de una piedad que nunca llega, de una comprensión que nunca responde. En la oscuridad y en la desesperación, pido por mí, por vos y por ese verdugo incansable que se burla de los vestigios de mi mente. En medio de este desespero, me doy cuenta de que la fe, al igual que la muerte, siempre llega tarde. Oh, muchacho, a todo muerto le nace la fe cinco minutos antes de su muerte. Todos buscan, antes de morir, un poco de amor y refugio más allá de la intelectualidad, que no hace otra cosa que escupirnos en la cara la verdad absoluta de que nada existe y que no somos más que materia que responde a estímulos que nos vuelven locos: de amor, de ira, de miedo, de angustia, de soledad. Y esta última es tan mala compañera, hija de puta consejera, que no deja por un segundo de susurrarte al oído que no vales y no eres nada, ni siquiera para ti mismo. Cansado de este susurro que me carcome y así herido, antes de que el telón baje, antes de que cambie la fecha, emprendo mi viaje hacia un mundo agónico acompañado de quien es mi perro fiel, mi verdugo. Mis ojos se cierran, todo se vuelve en grises y sepia. Todavía escucho mi respiración y puedo sentir cómo él se acerca hacia mí. En este sitio, el calor de la cama no llega y parece que un frío invernal no me permite moverme. Puedo sentir la atmósfera presionar mi pecho, escucho mi propio grito en mi mente y, aunque no hay cuerdas, estoy atado; no puedo correr. Y con la calma de saber que no puedo ir a ningún lugar, él me toma por los pies y me sacude. Ese guardián sombrío me arrastra hacia su mazmorra, un lugar oscuro donde se gestan sus más perversos deleites. Camino a ella, cada paso me acerca más a las más profundas de mis bajezas, mostrándome la profundidad de las mismas. Puedo sentir cómo lo disfruta. Cada herida que inflige es más dolorosa que la anterior, penetrando hasta mis huesos, un dolor tan intenso, eléctrico, que me lleva al borde de la desesperación. Me mezo entre lapsos de calma y belleza y períodos de agonía y dolor. Ejecuta sus puñaladas punzantes una y otra vez, certeramente en los lugares que más duelen. Retuerce sus herramientas dentro mío, me mira fijo y revuelve la herida, mi alma retorciéndose de tristeza, pidiendo una y otra vez en cada oración que repite: "llévame con vos, llévame lejos, llévame." Lo hace con la sutileza justa que permite mantenerme en agonía para disfrutar el show. Llévame con vos, llévame lejos, llévame. Las imágenes se repiten una y otra vez; los puñales se repiten una y otra vez. Pero cuando eso no basta, cuando la tortura parece desvanecerse en la rutina del dolor, él añade nuevas formas de castigo: quemaduras que no cesan, fustas que desgarran sin parar mi piel, y entonces comprendo: no todo dolor es punzante. Hay un dolor que quema, que arde en lo profundo, un dolor que muerde y no suelta, que se aferra a cada fibra de tu ser, haciéndote sentir cada centímetro de piel, haciéndote reconocer que, aunque preferirías no estarlo, estás vivo. Vivo en un tiempo que pasa lentamente, eternamente, en un tiempo donde la calma no existe, donde la calma nunca llega. Todavía me quedan kilómetros de este infierno por caminar, todavía me quedan noches interminables por transitar. Y si pudieras experimentar, aunque solo fuera por un instante, el retorcido placer que él encuentra en mi sufrimiento, entenderías el porqué de tanto ensañamiento, el porqué de esta cruel y agónica danza de dolor y desesperación. Transpiro, me doy vuelta, cierro fuerte los ojos esperando que todo finalice sin darme cuenta, que todo sea una burla del destino que te dijo que sí para mostrarte luego que eso que vivís es tu herencia, de la cual no vas a escapar hoy, mañana ni nunca. Pasaron tres horas y media y la noche de invierno polar lleva castigándome unos tres días. Mi pulso se acelera, transpiro más, me retuerzo, giro a un lado, trato de escapar, sigo al otro y, como un esquizofrénico atrapado en un laberinto interminable con sus fantasmas, yo no logro alejar a mi verdugo de mi lado. Ya no puedo reconocer si disfruta más el dolor que produce o el desasosiego de mi rostro al verlo en cada giro, en cada esquina, disfrutando, gozando de mi dolor, de mi agónico vivir. ¡De pronto despierto! Como si el universo se apiadara de mí por un instante, todo terminó. O al menos eso espero. El reloj marca las 4:30 a.m. y, con la sensación de no haber dormido, las sábanas empapadas y las pulsaciones aceleradas, miro el techo. Ruego nuevamente para que este calvario haya terminado. Ahora, por fin, puedo descansar, eso me susurro, de las torturas que me tenía preparadas para el resto de mi calvario. Pero las imágenes, esas imágenes que él me dejó, laten aún en mi mente. Fotografías claras, tan claras, de lo que me regaló con esmero y dedicación, para que pase el resto del día con la certeza de que esto es mucho más que un sueño, supera con creces a una simple pesadilla. Es la alienante realidad, la que me consume, la que me atrapa, mientras miro el techo, buscando una calma que no llega y sucumbiendo en mí mismo. No te vas a ir sin un souvenir en qué pensar, ni soñando en la oscuridad de tu cuarto, ni en los pensamientos que te acompañan en la luz del día. Amigo fiel, verdugo incansable, volviste. Puedo decir con total seguridad que no te extrañé, pero de alguna forma, cada noche, cada batalla, cada enfrentamiento con tu sombra, ya la viví. Y la seguiré viviendo; me esperarás tranquilo porque sabes, estás seguro, que voy a volver. Pudieron pasar años, décadas, cambiaste de formas, pero nunca tus métodos, y ahora me tenés para vos, todas las noches, cada noche, cada amanecer oscuro. Sé que me extrañaste y eso, en algún punto, me reconforta, en la fría certeza de que siempre regresaré.

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